Las madres son los tesoros más hermosos que dio la naturaleza, son la alegría de cada hogar, el pedestal tierno, agradecido y amable que nos tributa amor, pasión, energía y confianza.
No hay felicidad completa sin la noble y desinteresada presencia de ese ser, que siempre estará dispuesto a entregar hasta su corazón y su sangre para que su hijo viva y sea feliz.
La madre es como la mariposa, que vuela y vuela hasta tocar con sus cabellos el infinito néctar del amor, la paz. Llega con su dulce desvelo hasta la cama, te da un beso, se acurruca en tu regazo y echa a andar su poesía para que amanezca a la luz del día, otro destello de felicidad.
A ella no le importa caer en el camino para llegar hasta ti, no le importa desmayar, que la lluvia le venga encima, que el sudor le ciegue el rostro, que el sol intente derretir su piel. Ahí estará siempre, afable, sonriente, presta a entregarse para que tus jardines florezcan, para que tu actuar seguro se multiplique.
Nadie sería capaz de medir cuanto cariño tributa una madre cada día pero si todos podemos sentir, palpar y disfrutar de ese noble gesto que sale de su corazón tan veloz y que penetra en nuestros sentimientos, recorre todo el cuerpo y llega hasta el alma, te oxigena, al fin te hacer vivir.
El amor de madre, no es cualquier amor, es puro, descontaminado de toda avaricia e hipocresía, es franco, cálido, profundo, eterno, es real, como también lo es su mirada penetrante, salvadora y fiel. Es el amor de madre el antídoto contra la nostalgia, la desidia, la apatía y a favor de la paz.