Marabuzal adentro, a unos cuatro kilómetros de El Aguacate, Modesta Villa tiene montado par de hornos en un claro de monte. Alrededor de los dos montículos de tierra ennegrecida de tanta candela hay unos haces de troncos cuidadosamente picados al mismo tamaño y más o menos de similar grosor.
«Llevo más de 20 años haciendo carbón» relata la primera mujer carbonera de Jobabo con hacha en mano mientras conversa de lo más alegre al mismo tiempo que va trozando los pedazos de madera llena de espinas y los acomoda en forma de cono para adelantar la meta de la siguiente jornada.
«Me quedé sola con mis dos niñas y empecé a hacer carbón pa´ irme buscando la vida poco a poco y poderlas mantener a ellas. Después pasé a la forestal, cuando armaron las brigadas, y ahí si empezaron más mujeres y hombres de aquí, todo el mundo a hacer. Nadie choteaba a nadie. La necesidad» cuenta.
«Al principio teníamos que hacer 60 sacos al mes, la misma norma que se le ponía a los hombres, la teníamos que hacer las mujeres, una tarea difícil, pero se podía, cómo no» explica con un aliento de satisfacción, pues su historia en estos últimos 20 años ha estado ligada a esa faena que muchos consideran como la más compleja y riesgosa de todas las labores de campo.
Cada mañana, antes de que aclare el alba, Modesta, otra carbonera del barrio y un sobrino, se van a una legua en busca de buenos cayos de marabú y a revisar los hornos que dejaron prendidos desde el día anterior. A medio camino el olor es inconfundible para experimentada mujer que ya conoce al detalle el estado de esos montículos humeantes.
«Por el olor sé si tienen candela o no, y les digo a mis compañeros -vamos a apurarnos- que el horno se nos va a volar. A veces llegamos y hemos perdido todo, pues cuando el horno se vuela ya el carbón no tiene la misma calidad, no pesa igual ni arde igual. De ahí, a empezar de nuevo a ver si las fuerzas nos dan para armar otros y recuperar lo perdido» dice con un suspiro y el ceño fruncido.
Aun así, Modesta no se rinde, cada día repite el mismo itinerario y blande el hacha con tanta destreza que ya no hay troncones por muy gruesos que se sean que se resistan.
«Todo es de sacrificio. Cuando comenzamos a picar vamos repicando al tamaño que vamos a armar el horno y lo vamos acercando poco a poco. Tenemos que cargar los trozos, emparejarlos y acomodarlos muy bien, luego buscar hierba verde lejos, pues en estos lugares todo está seco, y después, irnos hasta los planes viejos (lugares donde antes quemaron hornos) para recoger la tierra y traerla en sacos para sellar bien» explica.
El carbón ha dejado huellas en Modesta Villa, huellas que van más allá de complejidades y sacrificios de mujer de campo que pudo desenvolverse muy bien en una labor que poco a poco le ha tomado cariño e irrumpe positivamente en su bienestar, y que lejos de achacarle el desgaste de los años, le hace renovar cada día su espíritu de carbonera entusiasta.
«Una se hace adicta al trabajo, el día que no trabajo me siento mal. Me gusta mucho mi trabajo» manifiesta con orgullo.