Entre el 13 y el 16 de mayo pude participar en “Seminar on High-Definition Television Technology Application and Management for Developing Countries”, en la República Popular China. Además del aprendizaje intenso, las expriencias profesionales y lo que implica para mi superación presente y futura este curso, las vivencias en China fueron inolvidables.
Primer día en la tierra de Sun Tzu
El imaginario colectivo —ese tejido de destellos digitales y relumbres pixelados— apenas roza la epidermis de China. Pero al posar los pies en el suelo sagrado de esta civilización milenaria, uno comprende que las pantallas son apenas un espejo empañado. La realidad, aquí, es un torbellino de asombros, un caleidoscopio de luces, sabores y geometrías que desgarran toda noción previa.
Mi llegada a Beijing fue digna de un adormecido adolescente que se deja seducir por una dama encantada, midiendo el mundo en palmos y asombrado por las perlas de un vestido imperial, ojos afuera del ventanal de vidrio, durante el trayecto en guagua con aire acondicionado. Pero ¿cómo no suspirar ante ese bosque de rascacielos que se alzaban como modernos monolitos, bruñidos por el sol y acariciados por neblinas artificiales? La ciudad respiraba un caos meticuloso: autopistas serpenteantes, farolas que parpadeaban como luciérnagas ebrias, edificios que jugaban al equilibrio entre el cristal y el acero, todos danzando al compás de un progreso que no pide permiso al mundo para superarlo.
Yo, criatura de polvorientas calles semirrurales y del ocasional tránsito en el aeropuerto madrileño (mero interludio en mi atlas personal), sentí entonces “la Punzada del Guajiro” —esa mezcla de vértigo y fascinación que no viene con helado de alivio. Pero me tragué los suspiros. Uno aprende a disimular el asombro; aquí, sin embargo, cada esquina era un puñetazo a la modorra tropical.
La residencia estudiantil me recibió con su primer sortilegio: el rito del picante. No ese condimento tímido que apenas sonroja un fricasé, sino un fuego ancestral, un dragón escarlata que se enrosca en la lengua y exige pleitesía. Los cubanos, acostumbrados al susurro del ajo y la cebolla, no estamos preparados para semejante ceremonia de martirio gustativo.
Al principio, cada bocado fue un exorcismo: lágrimas furtivas, narices en llamas, sorbos de refrescos inútiles como intentar apagar un volcán con un abanico. Pero el paladar, como el alma, se domestica. Con los días, aprendí a negociar con el picante, a saborear su furia, a encontrar en ese ardor un placer casi místico. Hasta que, sin darme cuenta, ya no lagrimeaba, sonreía.
El cansancio del viaje, el cambio de horario, la necesidad de negociar el sueño con el yo interior, extendieron un poco ese primer día hasta caer rendido en una cama suave con almohadas de plumas silvestres. Mientras el clima interno de una habitación a la que no estaba adaptado me envolvió para hacerme suyo por las siguientes trece noches.
Esta es solo la primera página de un códice infinito. China no se revela de golpe; teje su encanto con paciencia de seda, gota a gota, entre mercados de especias humeantes, jardines donde el tiempo se dobla como un bonsái, y miradas que esconden siglos de historias no dichas. Y yo, guajiro de Jobabo, empecé a entender ese primer día en el viejo imperio que el verdadero viaje no es cruzar fronteras, sino dejar que ellas te atraviesen.
Conociendo la China real
Adormilado por las veinte horas de vuelo que separan a La Habana de Beijing, cual bebé durmiendo tranquilamente, cuando un rayo de sol —impertinente— se coló por la ventana de la habitación y me arrancó del sueño como gallo atrasado en el canto. “¡amaneció!”, pensé, con ese pánico de dormilón por naturaleza que nos hace creer que el mundo se derrumba si faltamos a la ya alertada puntualidad asiática. Las cortinas, gruesas y ceremoniosas, de las que solo había visto en salones de protocolos y había replegado la noche anterior para maravillarme con el ballet de drones y el juego cromático de los rascacielos cercanos al centro de convenciones de Dahongmen, ahora parecían burlarse de mí.
El reloj de la habitación —colocado con precisión milimétrica en un rincón— me salvó de convertirme en ayudante de cocina si llego a hacerle caso a la claridad de los adelantados amaneceres chinos. El desayuno esperaba. Menos picante que la cena anterior, pero con esos aromas asiáticos que se te meten en la memoria como un verso olvidado. En la tercera mesa de la segunda sección, las palabras en español sonaron a contrabando entre tazones de panes de almidón y bollos al vapor. Mis tres compatriotas (Nelson, Lorayne y Lázaro), testigos de mi apetito legendario (en Jobabo ya lo saben), intercambiaron miradas cómplices.
El salón de clases fue mi primer campo de batalla lingüístico. Allí, frente a una doble veintena de rostros expectantes, el inglés se me atragantó en la garganta. La timidez, esa sombra fiel que nunca me abandona, me jugó una mala pasada. Sonreí, disimulando el tropiezo, hasta que Hommam, mi compañero de mesa, un iraquí, me susurró: “Calm down, brother”.
Mientras la primera conferencia desgranaba los pilares del socialismo chino, curioso estudiaba el cartel con mi nombre en caracteres mandarines, preguntándome cuántas sílabas difíciles de trazar cabrían en esos dibujos enigmáticos. No mencionaron la disciplina férrea, esa que palpita en el diarismo chino, en cada fila impecable, en los horarios que no se discuten. Pero estaba ahí, como el aire, invisible y necesario.
Los días siguientes fueron un mar de ilusiones táctiles, robots invencibles al Go y cámaras que seguían los pasos con curiosidad artificial. En iFLYTEK, mientras un androide se jactaba de infranqueble con elegancia algorítmica, entendí que el verdadero prodigio no estaba en las máquinas, sino en la obsesión china por la innovación, una fábrica de talento donde la ciencia y la educación son moneda corriente.
Extrañaba el café mañanero de Jobabo, mi familia, a ese clima que huele a tierra mojada y conversaciones lentas. Pero aquí, entre los tés de jazmín y el anís que perfuma cada plato, descubrí otro ritmo. Otros sabores.
La primera incursión sin guía fue una epopeya. Salimos en busca de un banco, armados con traductores y sonrisas torpes. El recelo inicial de los locales se deshizo como azúcar en agua caliente al mencionar Cuba. “¡Gǔbā! ¡Fidel Castro!”, exclamaban, como si hubiéramos compartido un rancho en la Sierra Maestra.
Beijing se me reveló en detalles, y esa siempre fue la esencia que busqué. Conocer la China real. Parques donde los pinos jóvenes se enderezan con soportes de madera, como niños aprendiendo a caminar; puentes peatonales que serpentean sobre avenidas; bicicletas que se liberan con un código QR; y un tráfico donde los motociclistas esquivan coches eléctricos con la agilidad de felinos.
Luego vinieron Jinan y Qingdao, dos ciudades del sureste de la capital donde la China ancestral y la futurista se dan la mano. Allí, entre pagodas y rascacielos, entre callejones, mercados bulliciosos y playas bañadas por el mar Amarillo, terminé de entender que este viaje no era solo sobre paisajes de un seminrio relacionado con las tecnologías aplicadas a la comunicación, sino sobre los pliegues ocultos de una cultura que teje su grandeza entre tradición y vértigo.
Y así, entre amaneceres prematuras y tardes de charlas improvisadas, viví días que ahora guardo como piedras preciosas en el bolsillo de la memoria. Porque China, al final, se vive, con esa calma confusiana. Y yo, guajiro de Jobabo, tuve el privilegio de rozarla con las yemas de los dedos.
A Jinan y Qingdao en tren bala
Como mochilero en rumbo desconocido, traspasar las fronteras vitrales de una de las terminales de trenes de alta velocidad de Beijing dio la sensación futurista de pisar una máquina del tiempo un siglo adelante con el “cronoacelerador” puesto. Un sitio inmenso, solo comparado con el aeropuerto que cuatro días atrás había acogido mi llegada a la patria de Mao. Incluso era más imponente y vistoso, cual símbolo del orgullo de un desarrollo inigualable en la nave terráquea.
Como reloj suizo cuidadosamente sincronizado con el tiempo nuclear, ahí, en el andén inmenso, llegaba lo que parecía un turbo espacial. Otra vez coincidía con el iraquí Hommam; intercambiamos algunos detalles de su patria y la mía, y quedó curioso después de ver una etiqueta de Cristal y Habana Club. En uno de esos suspiros de Hommam por otro referente cubano —una breva Cohiba—, miré el velocímetro y marcaba los 300 kilómetros por hora. ¡Vaya empuje aquel!
En un par de horas ya estábamos en Jinan, la ciudad donde la China tradicional serpenteaba como el mismo Yangtsé entre los rascacielos.
Una granada con flores rojizas nos recibió al costado del hotel, mientras una fuente cuidadosamente decorada invitaba a contemplar el escenario nocturno de un ambiente sobrecargado de tranquilidad y armonía. En la céntrica esquina del cuatro estrellas Inzone Garland, era habitual al oscurecer ver uno de esos grupos de baile terapéutico con ritmo de películas de Shaolin. Al pasar la calle, entre la acera amplia y los más de 400 metros de pequeños comercios, el alboroto en mandarín revelaba una decena de pequeños grupos de hombres, la mayoría ya cincuentones, que apostaban al dominó y la baraja, mientras los multifacéticos comerciantes invitaban a pasar a sus establecimientos.
No parecía ser frecuente por esa zona ver rostros occidentales. Preguntaban y se miraban entre ellos. En uno de esos pequeños grupos de risueños jugadores de póker, en “chinglés” —mera mezcla de mandarín e inglés—, preguntaron la nacionalidad, y por incontable ocasión apareció la expresión: —¡Oh, Gǔbā! Fidel Castro. Péngyǒu—.
Ahí estaba la China real. La inalterable. Al doblar la primera cuadra a la izquierda, más allá de otros comercios muy frecuentados, la primera mitad de la noche descubría un callejón amplio, repleto de mesas con montones de jarras de cerveza Tsingtao, las más famosas de Shandong y con etiqueta muy parecida a la cubana Cristal.
El callejón tenía una mezcla de colores y olores que descubrían un arte culinario muy diferente a lo que habíamos saboreado en llos restaurantes. Brochetas de pollo y cerdo, caracoles con salsa marrón, y en medio de todo, un pequeño puesto exhibía discretamente un perro ahumado, grillos fritos empapados en manteca y otros tantos manjares de la gastronomía popular del noreste. Ahí, en ese casi escondido puestecito de chef callejero, fue donde, al otro día, Nelson, uno de los cuatro cubanos que fuimos al curso, probó lo que él mismo calificó en pleno video: —una delicia—.
La misma tarde de llegada a Jinan, un coro escolar nos recibió en el Colegio de Medios y Comunicación de Shandong. La melodía de las voces en mandarín armonizó muy bien con el arte del Bian Lian. En la recepción, un guarda con guantes blancos y mirada fija reposaba como estatua mientras nos adentrábamos en los salones de producción audiovisual, esos donde el protagonismo, con cámara en mano, lo tienen los estudiantes de diferentes especialidades de la comunicación audiovisual.
Fue en uno de los mesones largos de la segunda planta donde escribí mi nombre en perfecta caligrafía mandarín, como si en ese momento hubiese reencarnado en mí uno de esos escribanos reales de la corte de los Ming. Aquí conservo el pergamino de fino lienzo de pasta de bambú teñido de rojo y negro; ya lo encuadraré para exhibirlo en la sala de mi perenne morada jobabense.
Repasamos los salones de práctica, probamos las últimas Canon hasta encasquillarme los ojos en algunos disparos —como pequeñín con juguete ajeno—, y me pude sentar en uno de esos estudios de edición de videos, reposando mi mano derecha en el ratón suave, calculando un Adobe Premiere que corría como fuego en hojas secas en aquella PC con el último procesador del mercado.
A la salida, ya había terminado mi receptáculo de agua filtrada de marca Wahaha; sí, porque en China se toma mucha agua, es obligatorio hacerlo para evitar que el confuso clima juegue mala pasada.
Desde un piso tan alto al que nunca había tenido la oportunidad de subir, esa noche contemplé el panorama de una ciudad llena de luces coloridas y una tranquilidad absoluta. Ya para entonces, mi criollo paladar se había adaptado al picor de la cena.
Fueron dos días en Jinan. La última parada: la Villa de Sanjianxi, una de las poblaciones rurales de más rápido crecimiento económico de China. ¡Vaya villa rural! Había tantos edificios que no se podían contar. Ahí, en una guardería de historia, donde un pase de vista muestra el relato completo de cómo la propia comunidad se hizo fuerte, vimos un pueblo incansablemente inquieto.
Esa misma tarde divisamos los campos de arroz y de soja en el recorrido a Qingdao. Un largo trayecto que acorta la velocidad del tren y el paisaje de parcelas cuidadosamente ordenadas como tableros de ajedrez entre abundantes viviendas de tejados marrón, edificaciones modernas y bosques de pino.
Ya en la ciudad que compite con el Hollywood americano, la modernidad de rascacielos entre montañas rocosas se imponía a no desviar la mirada. Menos chile, más occidental los manjares… pero siempre con ese toque de especias secretas.
En Qingdao se mezclan las aspiraciones con el éxito. Decenas de estudios de filmación se pierden en los socavones de un extenso litoral bañado por el mar más disputado de Asia. Un balneario con olas semiserenas alcanzan los pies sobre la arena opaca y moldeadas piedrecillas color ámbar e invitan a danzar entre los rugidos espumosos. Mientras contemplábamos el confín de un continente bañado en leyendas, cual mito oriental, algunos compañeros de curso dejaban sus firmas flechadas entre corazones dibujados al alcance del agua.
De regreso a la ya añelada estancia en el centro de convenciones de Dahongmen, una fuerte lágrima de cielo nos recibía en Beijing, y nuevamente la alcoba que ya había hecho mía antes del viaje me abrazaba para iniciar, reconfortado, una nueva jornada en la cosmopolita urbe de los rosales silvestres.