Echegoyen y el arroz en Jobabo

“Mi historia con este grano es la de un amor que nació lejos de aquí, entre el ruido de los metales y el olor a gasoil. En los talleres de Florida, en Camagüey, donde era mecánico, mi mundo era predecible: una llave inglesa, un motor desarmado y la certeza de que, al final del día, todo encajaría. Pero en 1999, algo se rompió dentro de mí. No una pieza de un tractor, sino una certeza. Escuché hablar de la necesidad de manos para sembrar arroz, de la urgencia de dominar nuestro alimento más esencial, y supe que mi destino no estaba en reparar lo viejo, sino en crear algo nuevo. Dejé las herramientas que conocía por otras que no dominaba: la azada, la semilla, la tierra misma. Muchos creyeron que había perdido el rumbo. Yo solo sentía que, por primera vez, lo encontraba.

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Al llegar a la UBPC 1ro de Enero en Jobabo, me enfrenté a una llanura que parecía no tener fin, un mar de tierra sedienta y potencial. Los primeros días fueron un choque brutal. El sol de aquí no calienta, quema. La espalda se quejaba de una forma que nunca lo hizo agachándose sobre un capó. Pero era una lucha honesta. Aquí no había manuales de despiece; el manual lo escribían las nubes, la textura del suelo entre los dedos, el susurro del viento sobre los primeros brotes verdes. Aprendí a escuchar a la tierra. Ella me enseñó sus ritmos, sus humores, sus necesidades. Fue un maestro severo pero justo.

Y así, con el tiempo, comprendí la verdadera magnitud de lo que hacía. El arroz no es un cultivo más. Es la base de nuestro plato, de nuestra cultura, de nuestra fortaleza como nación. Es seguridad. Cada grano que cosechamos es un paso hacia la soberanía, un ladrillo en un muro que nos protege de la incertidumbre. Sembrar arroz es un acto de independencia, es un trabajo que alimenta a las familias directamente, que llena la olla de los míos, de mis vecinos, de mi pueblo. Esa conciencia le da un valor sagrado a cada hora de sol bajo el cielo.

Pero la naturaleza no siempre es generosa. Hemos tenido que aprender a criar este oro blanco en condiciones de avaricia, con poca agua. Al principio, ver los canales secos era una condena. Ahora, es un desafío que hemos aprendido a enfrentar. Implementamos prácticas que parecen volver al pasado pero que son el futuro: el laboreo mínimo, que remueve menos la tierra y evita que se evapore la poca humedad que tiene. Acolchamos con la paja de la cosecha anterior, creando una manta natural que guarda la frescura. Ajustamos los ciclos de riego al milímetro, solo lo estrictamente necesario, en el momento exacto. Ya no regamos por costumbre, regamos por necesidad.

Hemos vuelto los ojos a variedades más rústicas, más resistentes, que no exigen tanta agua pero que no renuncian al sabor y al rendimiento. Es un trabajo de paciencia, de observación constante. Cada planta se convierte en un termómetro de la situación. Aprendimos a leer la sed en la curvatura de sus hojas, en el color del tallo. Es una agricultura de precisión, forzada por la necesidad, pero que nos ha hecho mejores, más inteligentes, más respetuosos.

Y en medio de este desafío, también miro hacia adelante. Mis sueños ya no son solo míos; son de esta tierra y de quienes la trabajamos. Sueño con ver estas llanuras surcadas por sistemas de riego por goteo que nos permitan ser aún más eficientes, gota a gota. Sueño con una mini-industria propia aquí mismo, donde podamos no solo producir el grano, sino envasarlo, darle valor agregado, crear nuestra propia marca, ‘Arroz de Jobabo’, que llegue directamente a las mesas con el sello de nuestro esfuerzo.

Sueño con que los jóvenes vean esto no como un castigo, sino como una profesión de vanguardia, llena de tecnología y satisfacción. Que se suban a tractores con GPS, que analicen los suelos con tablets, que manejen drones para monitorear la salud del cultivo. Que entiendan que el futuro de Cuba también se escribe en los surcos de un arrozal.

Cuando miro atrás, hacia aquel mecánico que fui, no siento nostalgia. Siento que aquel hombre que reparaba cosas estaba preparándose, sin saberlo, para construir algo mucho más grande. Aquí he construido una vida, un legaje que se mide en cosechas y en comunidad. Las manos se me llenaron de tierra para limpiarlas de rutina. El taller era un lugar cerrado; esto es un universo abierto.

Cada amanecer que pinta el cielo de naranja sobre el verde de los arrozales me confirma que elegí bien. Este grano es mi savia. Y mientras me quede fuerza en los brazos y sueños en la cabeza, seguiré aquí, en la 1ro de Enero, convirtiendo la tierra en alimento, el sudor en orgullo, y la perseverancia en esperanza para Jobabo.”

Yaidel M. Rodríguez Castro
Yaidel M. Rodríguez Castro
Máster en Ciencias de la Comunicación. Licenciado en Educación. Periodista en Radio Cabaniguán desde 2010 y editor de la página web Radio Cabaniguán. Atiende los temas relacionados con la Agricultura, Producción de Alimentos, Economía y Desarrollo Local.

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