En las comunidades rurales de Jobabo, un grupo de mujeres desafía no solo las duras condiciones del trabajo con carbón, sino también normas patriarcales que históricamente han limitado sus oportunidades. Keyla Estévez, del Centro de Estudios sobre Juventud (CESJ), explica que el proyecto busca crear un entorno favorable para transformar estas dinámicas: “No se trata solo de mejorar sus ingresos, sino de cambiar las estructuras que las mantienen en roles subordinados”. Esta iniciativa, que promueve equidad de género y derechos de las mujeres, reconoce que su empoderamiento económico debe ir acompañado de un cambio cultural.
El objetivo central es claro: fortalecer la autonomía económica y corporal de mujeres adolescentes y jóvenes rurales, muchas de ellas madres precoces atrapadas en labores de cuidado sin acceso a empleos formales. “La dependencia económica las coloca en situaciones de vulnerabilidad, limitando su desarrollo personal y profesional”, señala Lisandra Esquibel, del Fondo de Población de la ONU en Cuba. El proyecto, con una duración de dos años, no solo ofrece herramientas para generar ingresos, sino también educación en derechos sexuales y prevención de violencias de género.
De la Caña de Azúcar al Carbón: Una Transición Forzada
El cierre de los ingenios azucareros en Jobabo a principios de los años 2000 dejó a muchas familias sin sustento. Entre ellas, las de Marleidis Álvarez, de 48 años y 20 en el oficio del carbón, quien recuerda: “Antes vivíamos de la caña, pero cuando eso se acabó, el carbón nos salvó”. Como ella, muchas mujeres encontraron en este trabajo una forma de sobrevivir, aunque fuera en la informalidad.
María Díaz Gutiérrez, de 72 años y 22 en el negocio del carbón, explica cómo el cambio fue duro: “En el 2001, la empresa ganadera compró tierras y la caña desapareció. Para el 2004, ya estábamos quemando leña”. Lo que empezó como una alternativa se convirtió en un modo de vida, transmitido de generación en generación.
Julia Consuegra, de 61 años, destaca que la técnica del carbón no era nueva en la región, pero sí marginal. “Siempre hubo carboneros, pero eran hombres. Nosotras tuvimos que aprender rápido cuando el hambre llamó”, dice. Hoy, su conocimiento es tan profundo que hasta los más viejos del pueblo las respetan.
Gladis Consuegra, de 52 años, relata cómo el oficio las empoderó: “Al principio solo ayudaba a mi esposo, pero cuando él se fue, tuve que hacerlo todo: picar leña, armar hornos, vender”. Su hija, Olga Blanco, de 23 años, creció viendo este esfuerzo. “Mi mamá se levantaba a las 4 de la mañana. Yo quiero que la gente sepa lo que cuesta este trabajo”, afirma.
A diferencia de la caña, que era un cultivo organizado, el carbón las enfrentó a la precariedad. ” no hay horario, y el pago depende del comprador”, lamenta Marleidis. Sin embargo, ninguna se rinde. “Esto nos da independencia. Nadie nos regala nada”, recalca María Díaz.
Hoy, estas mujeres no solo producen carbón, sino que preservan un saber único. “Nosotras no tapamos los hornos con cualquier cosa, usamos la paja del hongo para no dañar la tierra”, explica Julia. Una técnica ecológica que contrasta con la imagen negativa que muchos tienen de su labor.
Pero falta reconocimiento. “Que no nos vean como pobres carboneras, sino como trabajadoras”, exige Gladis. Su lucha no es solo por sustento, sino por dignidad.
El Arte Invisible de las Carboneras
Armar un horno perfecto es una ciencia. Marleidis Álvarez, experta en su construcción, detalla: “La leña debe estar bien picada y ordenada de menor a mayor. Si no, el horno se cae o el carbón sale malo”. Sus hornos, algunos de hasta 60 sacos, son famosos en la zona. “Hasta Ricardito, que hace los más grandes, me pide consejos”, dice con orgullo.
La vigilancia del horno es clave. “Si lo enciendo de mañana, debo revisarlo al mediodía y tarde. A veces, entre la casa y el fuego, no descansas”, confiesa Marleidis. Olga, la más joven, añade: “Mi mamá pasaba noches enteras cuidando el horno. Si se descuida, se pierde todo”.
Julia Consuegra explica otro secreto: “No usamos hierbas dañinas para tapar. La misma paja del hongo sirve”. Una técnica ancestral que protege el suelo. “La gente cree que el carbón contamina, pero nosotras lo hacemos con cuidado”, insiste.
Aún así, el trabajo es duro y mal pagado. Julia relata: “Picar leña con hacha, cargar sacos… Los hombres se sorprenden de que aguantemos”. Pero ellas siguen, porque el carbón las ha hecho libres. “No dependo de un patrón. Si trabajo, como”, dice María Díaz.
El futuro es incierto. Olga, aunque valora el esfuerzo de su madre, duda en seguir. “Si esto diera más seguridad, quizá sí. Pero hoy los jóvenes buscan otras cosas”. Gladis lo entiende: “Por eso queremos que se reconozca nuestro trabajo. Si no, se perderá”.
Su mayor deseo es que las vean como lo que son: maestras de un oficio noble. “No somos solo mujeres pobres haciendo carbón. Somos trabajadoras, artistas del fuego”, afirma Marleidis.
Y así, entre el humo y la leña, siguen encendiendo no solo hornos, sino una llama de resistencia que merece ser vista.
Desde el proyecto: Empoderar
Liderado por el CESJ, el programa cuenta con una red de aliados clave, desde el CENESEX y la Federación de Mujeres Cubanas hasta gobiernos locales y universidades. Esta articulación multiactor refleja la complejidad del desafío: “No basta con capacitarlas en técnicas productivas; necesitamos que las familias y comunidades las reconozcan como agentes de cambio”, destaca Estévez. Incluso el Grupo Empresarial Flora y Fauna participa, vinculando a las carboneras con cadenas de valor más justas.
Con el respaldo del UNFPA, la iniciativa se alinea con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, especialmente con la meta de igualdad de género. “El carbón artesanal es solo la punta del iceberg. Queremos que estas mujeres sean vistas como emprendedoras, no como pobres marginadas”, añade Esquibel. El proyecto documentará sus historias —como las de Marleidis, Gladis y Olga— para visibilizar cómo el trabajo no reconocido sostiene economías locales.
Más allá de lo económico, “Carboneras” impulsa un modelo de masculinidades no violentas y corresponsabilidad familiar. “Si los hombres asumen tareas domésticas, estas mujeres tendrán tiempo para formarse o liderar negocios”, subraya Estévez. Talleres con jóvenes buscan romper ciclos intergeneracionales de desigualdad, mientras las propias carboneras se convierten en mentoras.
El proyecto promete no solo mejorar hornos de leña, sino encender una chispa de transformación. “Soñamos con que estas mujeres decidan sobre sus cuerpos, sus ingresos y sus vidas, en comunidades que las valoren”, concluye Esquibel. El camino es largo, pero el carbón que hoy ennegrece sus manos podría iluminar un futuro más justo.