Bajo un sol inclemente, entre el crujir de ramas y el olor a tierra quemada, Carlos Castillo Espinosa, de 69 años, amontona trozos de marabú con manos curtidas por el tiempo. “Esta es una de las labores más difíciles que hay”, afirma, mientras ajusta un tronco en lo que parece ser un horno, pero que él define como “una escultura efímera”. Lleva 32 años dominando este oficio en Palo Seco, un asentamiento rural del municipio de Jobabo donde ser carbonero no solo es sustento, sino también un testigo mudo de sacrificios.
“Armar un horno no es solo apilar leña”, explica. Con el hacha en una mano y la experiencia de décadas en la otra, Carlos describe cómo cada corte, cada hueco, debe equilibrarse para que el fuego consuma la madera sin reducirla a ceniza. “Un error y pierdes días de trabajo. Es como darle forma a algo vivo: el marabú pide respeto”. Su voz se quiebra al recordar hornos derrumbados, noches en vela vigilando las llamas.
El marabú, una planta invasora que ahogó campos cubanos, se convirtió para él en una paradoja. “Sin esta plaga, muchos no comeríamos”, confiesa. Cada “plan” —como llaman al ciclo de cortar leña verde y construir hornos— implica días de esfuerzo: desde el macheteo bajo el sol hasta cubrir el montículo con tierra, creando una cámara de combustión lenta. “Es un baile con el fuego: si lo dominas, obtienes carbón; si no, solo humo y todo el trabajo echo añicos”.
Carlos relata que en tres décadas ha visto de todo: tormentas que arrasaron hornos, hornadas perdidas por lluvias inesperadas y hornos quemados, esos vueles que te echan el trabajo por la borda. “Pero aquí sigo, como un árbol viejo”, dice con una sonrisa resignada. La falta de alternativas en ese asentamiento del sur de Jobabo lo mantiene atado a los planes. “¿A dónde ir? no abundan los empleos… Esto es lo que hay”.
Su jornada comienza al amanecer, entre dos luces. Corta marabú hasta que el cuerpo aguante, trocea la madera con precisión y, al caer la tarde, supervisa el horno como un alfarero moldea barro. “A veces siento que estoy tallando el tiempo”, murmura. Pero no todo es poesía: el polvo le nubla la vista, el calor sofoca y el humo se le instala en los pulmones. “Uno envejece rápido en este trabajo”.
Pese a todo, insiste en que el oficio tiene su orgullo. “No cualquiera hace carbón bueno”, recalca. Su producto, dicen los compradores, arde parejo y deja pocas sobras. “Es el secreto de cómo lo apilas, de cuándo lo destapas…”. Pero ese conocimiento no se traduce en riqueza. Cada horno le deja apenas lo suficiente para mantener a su familia. “Vivimos al día, como el carbón: ardemos hasta que no queda nada”.
El marabú, aunque abundante, no perdona. Las espinas le han dejado heridas, visibles e invisibles, las ramas se resisten al machete y el peso de la leña le ha quebrado la espalda. “Uno se va desarmando como los hornos”, compara. Aun así, sigue ahí, moviéndose con la lentitud de quien sabe que cada paso cuenta, pero al mismo tiempo con una agilidad que pocos hombres de su edad pueden permitirse. “El día que no pueda más, ¿quién seguirá esto? Los jóvenes no aguantan ni una semana”.
La comunidad lo reconoce como un maestro, pero él evade los elogios. “Soy un hombre simple, no un artista”, insiste. Sin embargo, cuando describe cómo el fuego dibuja vetas azules en la madera por la noche, su lenguaje se vuelve casi lírico. “Es bonito, ¿ve? Como si el monte brillara… Pero eso no lo ven los de la ciudad cuando compran el carbón”.
Al preguntarle si volvería a elegir este camino, Carlos se queda en silencio. Finalmente, responde: “No sé. Pero esto me dio de comer, me hizo quien soy”. Mientras el sol se hunde en el horizonte, aprieta un puño de tierra negra, restos de su último horno. “El carbón se va, pero el marabú siempre vuelve a crecer… Y yo, mientras pueda, seguiré aquí”. Y así, siguen montando el siguiente montículo como si de una pirámide faraónica se tratara.
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